En lista de espera
- Angelique Pfitzner-1
- 20 ago
- 6 Min. de lectura
Actualizado: 28 ago
No recuerdo el origen de mi existencia. Por lo que he oído en contadas ocasiones, su nombre de pila era Buby, diminutivo, quizá inventado, de Robert, en una infancia atormentada por un hermano gemelo, muerto al nacer y una juventud, malgastada entre tiempo consumido de locura y cruel depresión. Siete meses antes de suicidarse, el mismo día de su cumpleaños, con una soga al cuello, había firmado donar cada pedazo, órganos y miembros de su cuerpo, a la ciencia.

Desconozco los macabros detalles que giraban alrededor de su cerebro, antes de consumir su existencia, y referente a los únicos minutos, que precedieron al ritual de preparación, antes de ahorcarse, he preferido borrarlos de mi disco duro, en este caso, del futuro escrito en las líneas de la palma de mi mano.
Nunca he tenido constancia de la fortuna de mi compañera, la mano izquierda, dibujada de pasado, como dicen los creyentes, que Dios nos ha ofrecido en libros del ayer. Tal vez ella, aún conserva tatuado, el final de Buby. En fin, en el caso de cruzármela en este mundo de locos, no tengan la menor duda, de que esclareceré dicho suspense, carente de respuestas, en un próximo relato.
Desperté seccionada de la muñeca, en el interior de un frasco transparente de cristal, sumergida en solución de formol, para la preservación, colocada en una vitrina y en el anonimato, sin saber qué diablos hacia allí. Les confesaré que mil sensaciones pasaron por mis terminaciones nerviosas.
¡Dios! ¡Pueden creerme y no tengo por qué engañarles! A pesar de firmar la orden de ceder la totalidad de su cuerpo, jamás tuve el conocimiento, de que pudiera llegar a ser unida de nuevo a otro antebrazo y encajar mis huesos carpianos, al radio y cúbito, de un desconocido.
¡Horrible! Un ir y venir de gente, vestida de blanco, sacando recipientes de las estanterías, introduciendo nuevos cadáveres seccionados al milímetro, para ser utilizados y acabar la jornada en el silencio de la noche.
Durante varias semanas, permanecí igual que Buby, con depresión absoluta, aferrada a las cuatro paredes y rezando al destino para morir allí dentro. De las pocas colaboraciones obtenidas con los dedos, nos unimos casi en un sindicato de comisiones obreras y allí, mis veintisiete huesos, los cinco dedos, pulgar, índice, corazón, anular y meñique y las catorce falanges flexionadas, suplicamos el deterioro de la solución acuosa, al cuarenta por ciento para quedar más tiesa que un muerto en un velatorio. No sirvió de nada.
A los cuarenta y cinco días, una petición recibida de la dirección del hospital, nos cambió el destino.
Había perdido su extremidad en un accidente de tráfico y el muy hijo de puta, estaba en lista de espera. Un expediente médico falsificado, dinero negro entregado al equipo de trámites de donantes, con prioridad absoluta sobre su amputación y amenazas de muerte a familiares y colegas, consiguieron colocarlo por encima del resto de prioridades. Acababa de despertar de la anestesia y con ansia me miró intrigado.
—No está mal para ser de “segunda mano”.
Aquel tío era más feo que un besugo en un congelador. Naturalmente la reimplantación de una extremidad ajena a un brazo, lleva sus posibles rechazos, pero en mi caso, el silencio absoluto, sumado a la obediencia total, concedió al paciente, una recuperación asombrosa. A las dos semanas, estaba de vuelta en las calles, fumando pitillos, compartidos con su novia pija, entrada en anorexia y deleitándose con niñas, no mayores de siete años, hasta matarlas.
—Levante la mano derecha y repita conmigo: juro decir la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad.
Miré un segundo al fiscal y en solemnidad frente a la biblia, procedí a alzarme.
—Juro por la gracia de Dios que mi declaración es solo la verdad.
Sin embargo, fueron todo mentiras. El abogado de la acusación, no tardó más de tres minutos en tirar por el suelo, su coartada y aquel tipejo, fue condenado a muerte por asesinato.
Les confieso que jamás estuve de acuerdo con sus actos. Es imposible luchar contra las órdenes del cerebro, los mecanismos en movimiento del brazo, la batalla interna contra la mano izquierda.
El final de aquel cabrón, empezó en el corredor de la muerte y acabó tres años después. Esperé cada día, semana, mes, la sentencia de ejecución de la condena firme y escrita, por el supremo y ser separada, de su apestoso cuerpo. Los abogados de la defensa volvían a presentar recurso de apelación y solicitaban un juicio en beneplácito de revisión de pruebas, alargándole la vida para no ser amputado y ejecutado en la silla eléctrica.
¡Una agonía! ¡Se lo juro! Días de hacerle pajas, liarme a ostias con el resto de presos y dejando que me comiera las uñas, por su aburrimiento. Sin mencionar, el asesinato de siete niñas, de piel blanca, después de ser violadas. Los pormenores de dichos homicidios, de los cuales estoy muy avergonzada, quedan escritos en las gotas de sangre aún caliente y pegajosa, impregnada en mi piel. Imposible olvidar.
Una sobrecarga eléctrica, se llevó a ese bastardo a la tumba, pero antes, obviamente, tuvo que ser obligado a devolverme. En regalo divino a mí y a los dedos, nos concedieron la libertad y regresamos a un nuevo frasco de cristal con solución de formol, a la espera del siguiente propietario.
Surcos de líneas marcadas, piel escrita de tarot y futuro inexacto en sesiones de pitonisas baratas.
Se preguntarán qué extraña carta de presentación. Y tienen toda la razón. Efectivamente, como han deducido desde hace unos minutos, les habla una mano.
Aquella bruja engaña clientes, hechicera de conjuros esotéricos, visionaria de dinero directo a su bolsillo, entre faldones de seda y horas de lavar cerebros marchitos con esperanza, jamás adivinó mi servicio, en tres cuerpos y a la espera del cuarto, desde hace varias horas, en una bandeja de acero inoxidable, fría superficie, junto a unas tijeras, hilo de costura y bisturí.
A escasos metros, una cabeza de mujer, negra cabellera y rasgos del sur. Dormida. Quizá muerta. La he mirado de reojo un segundo. Sus ojos fijos, vidriosos, abiertos como dos esferas congeladas y cerrados de súbito, bajo unas largas pestañas. ¡Dios! No quiero volver a contemplarla.
Muevo los dedos. Primero el pulgar, después el índice. Confidentes anexos en actos de servicio y máxima diligencia en la perfección de sus tareas asignadas. Cuando alguna cosa marcha mal, son los primeros en sufrir las consecuencias por congelación, sangre envenenada, síndrome de gangrena y proceder a la máxima urgencia a separar trozos de carne putrefacta del cuerpo. Amputaciones para ser exacto. Sin embargo, en nuestro caso, la salud nos desborda y seguimos conexionados con la incertidumbre, de conocer en breve, al próximo brazo.
Quizá, la segunda vez que tuve conversación con los dedos, había sido al conocer a nuestro tercer huésped.
No tuvimos suerte. Treinta y dos años con cerebro de mosquito, músculos de boxeador y una vida tan promiscua de sexo, como la multitud de tatuajes sobre su piel. Pertenecía a una cofradía llamada “Los Salidos”. Siendo mujeres, se las hubieran llamado putas. Sin embargo, como hombre, era más tolerado. El sida se lo llevó a la tumba.
Y aquí seguimos, a la espera de ser cosidos a un extraño, seguramente vicioso por satisfacerse entre hembras potentes y polvos rápidos, enfermo mental con etiqueta de esquizofrenia o tal vez una mujer, ahora convertida en hombre, a punto de dar a luz, que perdió la mano en su profesión de carnicera y sus restos yacen mezclados entre carne picada de tercera y futuro congelado de hamburguesas.
¿Qué será de mí? Nadie puede responderme y en la peor de las visiones, me niego a permanecer más tiempo aquí metida, en beneplácito de un macabro futuro y ser entregada a un bastardo proxeneta, a un cura con noches de sábanas calientes, entre adolescentes y días de repartir ostias sagradas a feligreses más puros que su envenenada alma, directa al infierno.
Y no malinterpreten mis palabras, no quiero decir que todos los sacerdotes sean pecadores natos, pero como herencia de mi vida, cualquier realidad ha superado a la ficción. Así que, con el firme propósito de huir, acabo de tener la tercera conversación con los dedos, expresando el deseo absoluto de empujar este maldito frasco hacia adelante y hacerlo caer al suelo.
Minutos después de analizar nuestra situación, en ceremonia de escapar, una, dos, tres, un impulso sobrenatural… ¡Zas! Varias vueltas en el aire y multitud de trozos de cristal, esparcidos por el suelo. Ellos me facilitan el movimiento, rápido, en dirección a la puerta, esperar hasta el amanecer y conseguir cruzar el umbral, tan pronto la primera enfermera nos visite de nuevo. No me importa el tiempo que me quede de vida, minutos, horas, días.
El libro de esta historia, también pertenece a un relato futuro, que les contaré, en el caso de que se me permita escribirlo...
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